jueves, enero 19, 2012

DONDE NUNCA BRILLA EL SOL

Reynalda sola

--Vamos a que Martín nos vea. A quemarle las barbas al diablo.

Solía ir a buscarlo en las tardes a su casa, cuando vivían por la tienda que Javier Galeana tenía en el mercado, por la parte sur, cerca de donde se ponen las combis que van al Ticuí. Por allí vivía y cuando llegaba veía un sonrisa esbozada en la cara de la señora, a mí me parecía una sonrisa de burla. Pero no me afectaba porque comprendía que había razón para reírse: los nombres que manejábamos eran “Tri dog nait”, “Tri sols” , “Tinta blanca”, “Cat Stiven”. Pillo sacaba los LP y los ponía en la consola y seguíamos hablando de esas rolas.

QueMar- tin nos vea es una cosa que yo haría más tarde habitualmente. Pero en ese tiempo le quemé las barbas al diablo en Llano Real. Nos salíamos de Inmecafé y nos íbamos en su Volkswagen a las playas de Llano. A la playa realmente no llegábamos. Nuestra tirada era los terrenos arenosos que están antes, casi pasando el primer pueblito que está desde la desviación de Hacienda Cabañas. Es que le pedí que me enseñara a manejar y él aceptó. Así, en esas arenas yo daba vueltas y vueltas volanteando en el Volkswagen para aprender la volanteada mientras Pillo iba de copiloto enseñándome y en el estéreo del carro sonaba “revolver” de los bitles. Allí mismo, al terminar la práctica, me daba un pasón, ahora sí, a quemarle las barbas a Satanás.

No he visto a Pillo últimamente; la última vez estaba muy canoso. Recuerdo verlo en su cubículo de Inmecafé como Jefe de Recursos Humanos. Muchos compañeros decían que realmente eran recursos inhumanos. Es que Pillo era cabrón, duro. Nada de amiguitos y compadres ni la chingada. Por eso los jefes le tuvieron confianza y lo subieron al puesto de Jefe cuando Daza se fue de Atoyac. La amistad con él yo ya la traía desde los años de Llano Real que platico al principio. Me parece verlo en su cubículo con su peinado a la rarotonga, viendo al personal, tamborileando el escritorio con el lápiz. No hacía nada. Todo delegaba y realmente tenía poca gente: Juan y Rosalba. Y sacaban todo el trabajo, todas las incidencias, todos los descuentos. Y claro, cuando se traba de ajusticiar a un trabajador por violaciones al Reglamento, pues juntaba con eficiencia los antecedentes documentales. Muy eficaz, Pillo, y muy amigo. Cuando yo entraba a sentarme enfrente de él en su cubículo, invariablemente me recibía con esto: ¿juen did yu get yur last vaccineishon? Yo le entendía. Teníamos el mismo curso de inglés de Jempil.

Me acordé de él metido en las reflexiones que dejan los velorios. Hace unos quince días enteramos a mi amá, Doña Reyna. Saliendo de la Iglesia uno de los que cargaron el ataúd era Guillermo Magaña, mi jefe en la Tesorería del Ayuntamiento. Este Magaña, desde que supo del fallecimiento de mi amá se movilizó y me junto un dinerito entre los amigos y me alentó por teléfono: yo andaba en Chilpancingo. Me acuerdo que iba en el autobús cuando sonó el celular y me avisaron de mi casa: Tío, ya falleció mi tía. Tragué grueso y cerré el celular. Todavía faltaba mucho para llegar a Chilpo pero cuando llegara nomás iría en un taxi a la auditoría, entregaría un documento y me regresaría de inmediato. Pero ahora veía por la ventanilla del autobús el paisaje pasar rápido. En mis recuerdos no sentí cuando el paisaje en la ventanilla comenzó a pasar más lento . Yo solo veía el rostro de mi madre cuando en la mañana de ese mismo día la fui a ver a su camita y le di un beso en la frente. Ella quiso decir algo pero solo le salió un gemido. ¡Chingada madre! Si uno supiera. Me hubiera quedado con ella ese día si hubiera sabido que estaba despidiéndose. Pero me fui a trabajar.

Guillermo Magaña es uno de los que llevan el ataúd porque él sabe de lo importante que son los detalles en momentos así. El día del evento no se notan en el remolino de cosas que suceden en un fallecimiento. Pero cuando todo pasa, los detalles quedan allí. Esta escena de Magaña la llevo prendida en mi corazón. Un gran amigo.

Me acordé de él ahora porque al leer la poesía de Cream “Cuarto lanco” he levantado los ojos al horizonte y me he acordado de Llano Real cuando el papá de este Magaña me enseñó a manejar. Con otro Magaña, Enrique, también tuve gran amistad. “Cuche”, nos decíamos mutuamente. Cuando se concrete la Máquina del Tiempo, le pediré al operador que me lleve a cuando pude comprar mi primer Volkswagen. Se lo compré a Carlos Radilla en 2 mil pesos, era modelo 69 así que no era muy viejo. A la altura de donde viven los Terrones (José Luis) me detuve (de por sí manejaba despacio) porque adelante estaba un cuche a media calle comiendo cosas innombrables. Saqué la cabeza por la ventanilla y le grité ¡cuche! ¡cuche! ¡cuche!. Y nada, el pinche cuche no se quitaba. Los vecinos de las casa cercanas veían la escena a carcajadas y José Luis me gritó “con el claxon, Chava”. Rojo de vergüenza le pité y avancé con el carro. Solo para oír un ¡Cuick! El cuche pendejo no se había quitado. Vértebras, dijera Raúl. Pero no lo maté. Eso ocurriría hasta que anduviera en Las Vigas, mucho después. Encima, al llegar Pillo me preguntó “¿Aprendiste a manejar por correspondencia?

Pero ya en la Máquina del Tiempo me regresaré a esas tardes cuando dejaba atrás lo s terrenos de Llano Real y con el rico olor a petate quemado le daba los últimos jalones a la bachita y emprendíamos el regreso a Atoyac cambiando de lugar con Pillo porque para acá yo no manejaba. En el futuro legalizarán la mota y ya no será necesario esconderse ni usar claves para quemarle las barbas al diablo. Podremos visitarnos en Atoyac y encontrarnos que fulanito está de viaje aunque lo veamos en la hamaca. . Pero hoy no está legalizada y guardo los sobrantes para la próxima. En el estéreo suena “Cuarto Blanco” que Cream sacó en el 68 como una súper poesía. Así nos retiramos con llantas reventándose en mi cerebro, techos rojos, cortinas negras, caballos plateados y con las sombras huyendo de sí mismas hacia donde nunca brilla el sol.

En el horizonte hay una línea delgada que separa el cielo de la Tierra. Eso es el horizonte. Allí está el rostro de mi amá, que enterramos hace quince días, el miércoles 15 de octubre de 2003. Esa línea también es la puerta hacia el futuro en donde vislumbro un montón de cosas que aún me tiene reservada esto que llamamos vida.

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