domingo, junio 03, 2012

Muchachas, rock y religión

Enfrente de La Juan ponían La Ola. Era una estructura vertical en el medio y de allí hacían depender asientos de madera que unos tras otro se iban cerrando hasta formar un círculo. La gente iba protegida por un barandal de metal. Al echar a andar el motor los asientos se elevaban hasta como al segundo piso de la Juan mientras que los del lado contrario llegaban casi al piso. Esa era la Ola. Los muchachos atrevidos se le colgaban y allí iban levantados hasta a una buena altura; luego se soltaban. Los ojos de chava se salían casi de sus órbitas y la quijada de abajo se le caía. Como a las seis de la tarde la feria ya estaba en su apogeo y entonces caminaba hacia el lugar enfrente del Ayuntamiento: allí ponían los columpios grandes. Ponían una como valla alrededor para que la gente no se acercara más porque los columpios al voltear agarraban vuelo y podían lastimar a alguien. Allí tampoco se subiría. Era un niño. Más bien había que retirarse a la casa porque ya empezaría a oscurecer. Agarraba por donde ahora está la cocina económica Campos; un poquito antes estaba la rifa de Don Matías: “Y no olvide que va a ser carta llena; para que se lleve una preciosa tina número veinte; hay campo, lugar y tablas”. Era muy niño pero ya le llamaban la tención las muchachas que cobraban las tablas: usaban un control un poco rústico: era una madera en donde estaban anotados los números de los cartones de lotería y tenía un cordel. Las muchachas iban jalando por debajo de la tabla el cordel así que por arriba se veía solo el nudo. Ese ya estaba cobrado. Las muchachas eran bonitas, pensaba.

En donde en un tiempo pusieron a Juan Álvarez con unos papeles en la mano estaba el carrusel de caballitos. Allí también se entretenía viendo como los chamacos atrevidos le brincaban al carrusel y luego, pepenados de las barras, daban la vuelta. Se animaba él también a brincarles pero esperaba que la velocidad amainara. Ahora sí, un brinco y a dar la vuelta. Se sentía realizado. Era uno de aquellos atrevidos aunque ya el carrusel estaba terminando la vuelta. Emprendía el camino de regreso a la casa pasando por donde ahora está Coquis. Allí sabían poner una carpa en donde salían unos artistas y cantaban “las pelotas de carey”. Entendió que lo mismo son en la Habana que en Japón de Camagüey. Ya a la altura de la iglesia regresaba a ver hacia atrás y se veían bonitas las luces de La Rueda de la Fortuna instalada enfrente de la Farmacia Central. Allí se detenía un poquito para ver el espectáculo de luces arropadas con un griterío de chamacas que disfrutaban de los juegos mecánicos para gente grande y el ruido mezclado de la música de la Feria, cada estante con su música. Era la Feria de Semana Santa en Atoyac en 1964.

El jueves santo y el viernes santo eran los días grandes. Allí los juegos empezaban a funcionar más temprano. Ya desde las diez de la mañana Chava andaba entusiasmado, arregladito: se iba a la Feria. Al pasar por la calle Florida regresaba a ver la casa de Doña Chole y sufría al pensar que un día Silvia se iría de allí y ya no la vería. Estaba bien bonita pero a esa edad no era correcto tener novia. Caminaba triste por el zanjón de la calle Anáhuac cantando en el pensamiento aquella canción de Julio Iglesias que decía “ese día llegará”. Antes había que para por la Iglesia. Aún hoy no se le borra de la mente el viernes santo en que en el interior de la iglesia Santa María de la Asunción vio la representación de la pasión de Cristo: en el centro de la iglesia unas mujeres se encontraron al bulto de Jesús que llevaban los soldados y en una de las tres caídas, las mujeres se acercaron llorando al bulto y con un pañuelo le limpiaron la cara al mesías: ¡Milagro! La cara quedó impresa en el pañuelo. Chavita estaba atónito. Por más que le juró y retejuró a su mamá que él había sido testigo de el milagro, su mamá no se entusiasmaba y nomás le decía que sí pa que te calles.

Con la mente limpia y santa, Chavita llegaba al zócalo a disfrutar de la Feria. Y se dirigía justo al ,lugar en donde se ensuciaría la mente: a la ramada en donde salían unas muchachas en calzón bailando al ritmo de un conjunto que tocaba canciones de los cridens y de sokin blu. ¿Qué llevaba a Chavita allí? ¿Serían las morbideces de las curvas de las muchachas bailando? ¿Serían “orgullosa María” o “Venus” interpretadas por los músicos? Sepa. Esas dos pasiones, las curvas y la música en ingles lo acompañarían hasta la tumba. Pero en ese tiempo tenía siete años y no sabía que la pasión llega a ser tan fuerte que a veces encuentra su escape en la música, en el rock precisamente. Mientras tanto las muchachas bailaban y los parroquianos bebían. Esas ramadas eran para vender superior.

Hoy estoy escuchando a los Tigres del Norte cuyos golpes en el corazón me le los trae el viento hasta mi camita. Estoy viejo y enfermo y ya no voy a las ferias. Está lejos, no hay asientos y hay mucho polvo. Dañino todo eso para mí. Pero a esta hora todavía siguen tocando y yo estoy despierto porque allá andan mi mujer y mis hijas. De todos modos viene a mi memoria este recuerdo de la feria de semana santa en Atoyac cuando yo era niño. Musito una canción de di sokin blu: shis gorit, yea beibi shis gorit. Aim yur vinus, aim yur faiar, yost disaia y entrecierro los ojos para dormirme viendo entre una neblina morada a las muchachas bailando en la ramada de la Feria de Semana Santa.

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